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Un paseo por Guadix que trae viejos recuerdos …

Hoy hemos estado en Guadix y, como siempre, hemos empezado nuestro paseo por la plaza principal de la ciudad, en el casco antiguo. Hoy me he enterado de que tiene dos nombres, el popular, Plaza de las Palomas, y el oficial, Plaza de la Constitución.

La primera vez que fui a Guadix fue en el año 1985. Recuerdo haber llegado directamente en coche a esta plaza, en la que vivían los padres de Concha. Como diría Matías, nuestra pequeña familia en nuestro pequeño 127, matrícula de Marruecos para la nota exótica. Y recuerdo la sorpresa que me causó aquella plaza porticada, que más parecía un trasplante de Castilla que una plaza andaluza.

Fue un día muy gustoso, como se dice en Granada. Nos había invitado nuestra amiga Concha a pasar el día en una finca que tenían sus padres, que resultó ser además un club de tiro, o de cazadores. Creo recordar que era una cueva, más bien una medio cueva, es decir una construcción “normal” que hacia el fondo terminaba en una cueva. En fin, ése es mi recuerdo. Y que todo permanecía auténtico, como una casa de campo, sin las modernidades que seguramente le habrán incorporado después.

Pasamos un magnífico día de campo, y comimos, mucho, como siempre que se reúne un buen grupo de personas.

Yo lo recuerdo especialmente porque mi hijo Lucas, que tenía año y medio (por eso sé con seguridad que fue en el año 1985), había tenido diarrea los días anteriores, por lo que le había lleva comida de dieta. Se la di pronto, él sentado en su carrito, y se lo comió todo, arroz blanco, pollo hervido con zanahorias, agua de arroz, yogur. No había dejado ni un resquicio, todo era de dieta. Y Lucas se lo comió todo, todo, con buen apetito a pesar de la diarrea y de la dieta.

Al cabo de un ratito empezaron a poner la mesa. Era una mesa larga, corrida, en la que se fue colocando toda la comida. Mucha comida. Y grandes fuentes con melón y sandía cortados en rodajas. Era el mes de septiembre, quizás principios de octubre. El melón y la sandía estarían perfectos, en aquella época todavía el sabor de las frutas era de verdad.

En definitiva, que Lucas, desde su sillita, nada más despertarse de la siesta empezó a señalar la sandía y el melón, y a emitir sonidos contundentes que significaban que él quería de aquello. Pero ¡cómo le iba a dar yo melón o sandía!, si acababa de tener diarrea y había estado tomando su comida de dieta.

El niño siguió insistiendo, no sabía hablar pero sí hacerse entender. Y ante aquella insistencia, Rafa Parrilla, el marido de Concha y pediatra de nuestros hijos, me dijo: “Dáselo, dáselo, no te preocupes, los niños tienen una regulación propia y si le apetece es que se lo puede comer”.

Y, efectivamente, Lucas se comió sus buenas tajadas de melón y de sandía y, a continuación, todo lo demás que le apeteció de aquellas mesas tan bien surtidas. Y no le pasó nada, efectivamente la diarrea había desaparecido y no volvió.

Y así, una ciudad en principio tan ajena a la familia me ha traído de nuevo a la memoria una imagen tan vívida de Lucas de pequeño, con aquellos sonidos con los que consiguió hacerse entender hasta que, muy tarde, se decidió a hablar.

El terremoto de mi infancia

Los terremotos del pasado martes (tres seguidos, alrededor del 4 de la escala de Richter) y sobre todo las historias de la gente que ha pasado la noche en la calle me han recordado el terremoto de mi infancia, uno de los episodios más excitantes que recuerdo, en esas contradicciones propias de la inconsciencia infantil.

Debía ser el 68 o el 69, lo sé porque ya era suficientemente mayor para observarlo todo con interés y porque todavía vivía en Tetuán con mis padres, por lo tanto antes de que en septiembre del 69, con diez años, me fuese a estudiar a Tánger.

Fue un terremoto muy fuerte. Yo no lo sentí, aunque recuerdo perfectamente el sonido de la persiana que mi madre levantó de golpe al lado de mi cama. Y cuando abrí los ojos, mi tía Julia, que dormía en la cama de al lado, estaba de pie, sobre la cama, con los brazos en cruz y cara de pánico.

El terremoto debió ser de envergadura, y probablemente se sintió más en aquel edificio estrecho, largo y alto (seis pisos eran bastantes para la época), que eran los Pabellones de Aviación, un edificio alto que, además, no tenía más base que unas columnas.

El caso es que al momento todas las familias estábamos en la calle, incluso la mía, con mi abuela bajando las escaleras con sus muletas, por miedo a coger el ascensor. Alguien sugirió que fuésemos al Tiro de Pichón, un sitio despejado, sin construcciones altas, y en el que estaríamos a salvo.

Recuerdo aquello como una fiesta, medio Tetuán (el Tetuán “español” digamos, y el Tetuán “bien”) debió pensar lo mismo, y los salones del Tiro de Pichón se llenaron de hombres y mujeres en camisón y bata, pijama y bata. Extrañamente, el ambiente que recuerdo era de fiesta. No sentí el miedo, aunque seguramente aquella euforia, aquella excitación de gente bebiendo y riendo hasta el amanecer provenía del susto que habían pasado.

Yo me lo pasé bomba. Había otros niños, pero yo me recuerdo sobre todo paseando entre la gente y observando, desde la superioridad que, además, me daba el ir vestida de calle. Mi padre y yo éramos, curiosamente, los únicos vestidos con ropa de calle, ni a él ni a mí nos debió parecer decoroso salir en pijama, ni siquiera ante el peligro de que la casa se nos cayese encima.

Aquella fiesta duró hasta el amanecer, recuerdo volver a casa ya de día. Con las prisas se habían dejado las llaves dentro. Hubo que romper la pared para abrir el cerrojo. Yo mientras me fui a dormir con mi amiga Chiqui, una diversión más para terminar aquella noche excitante.

Al día siguiente (ese mismo día en realidad) todas las conversaciones giraron en torno al terremoto, pero no sólo al nuestro, había muchos recuerdos del terremoto de Agadir, un terremoto terrible que prácticamente había destruido la ciudad diez años antes. ¡Había sido el mismo día! Todo el mundo se tomó aquello como un mal presagio, en Agadir el terremoto fuerte fue una réplica de uno primero más suave.

Y aunque Agadir está a más de mil kilómetros de Tetuán, teníamos conocidos que habían vivido el terremoto. Se contó que nuestra vecina francesa había perdido a su hijo, un bebé que dormía al lado de su cama; contaron cómo la tierra se abrió y engulló un hotel moderno a pie de playa.

Agadir destruido por el terremoto de 1960
Agadir destruido por el terremoto de 1960

Serían ciertas o no, pero las historias corrieron a cientos por la ciudad. Llegamos a la noche en un estado casi de pánico. Varias familias pensaron que el terremoto se podía repetir, y decidieron ir de nuevo al Tiro de Pichón. ¡Qué divertido, me esperaba otra noche de fiesta!

El desencanto fue grande, el Tiro estaba cerrado, sólo había algunos coches con familias apretujadas dentro. Hacía frío. Volvimos a casa al cabo de un rato.

Durante varios meses me acosté todas las noches dejando al pie de la cama la ropa preparada, lista para salir corriendo.

Epílogo:

Como me ocurre siempre que escribo algo según mis recuerdos, me pica la curiosidad y ahora que internet nos lo facilita, me pongo a buscar.

Efectivamente el terremoto fue en 1969, concretamente el 28 de febrero, nueve años menos un día después del de Agadir. Y fue muy fuerte, según los datos oficiales con una magnitud de 7,5 en la escala Richter. En Marruecos hubo once muertos.

Ahora que he sentido cómo se mueve una casa (baja) con un terremoto de 4,3 comprendo el miedo que debieron pasar quienes lo sintieron.

Pero también me extraña que con esa magnitud no se cayese la ciudad entera. Supongo que los efectos de un terremoto no sólo dependen de su intensidad sino también de la profundidad a la que se produce y de la cercanía. En estos días hemos aprendido mucho … Los de Granada han sido muy poco profundos.

Mi abuela es un hada, por Matías Garrido

Hoy hace un año que murió mi madre.

No es un día triste. Para mí (creo que para mi hermano Sergio también) su muerte supuso en realidad su recuperación. Me permitió volver a ver en mis pensamientos a mi madre, a la de verdad, esa persona especial que mi hijo Matías reflejó tan bien en este cuento escrito justamente hace un año.

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Mi abuela es un hada casi mágica y azul celeste.

Cuando era niño tenía un sueño recurrente: soñaba que ya eran las vacaciones y estaba otra vez en Marruecos en casa de mi abuela. Porque mi abuela -propio de hada- no vivía con nosotros en España sino en un país especial, Marruecos, lejano y exótico y oriental, y para llegar al cual, mi pequeña familia tenía que hacer peripecias con cochecitos enanos y barcos gigantes que tragaban cochecitos enanos y que nos llevaban hasta otro continente.

Así que cuando estaba de vuelta en mi país y mi abuela estaba en el suyo, yo tenía este sueño. Y a fuerza de soñarlo, el sueño quedó tan grabado en mí que a veces hasta sueño que lo sueño de nuevo. Sueño original y sueño de sueño fundidos en uno.

¿Y qué soñaba? Simplemente lo más sencillo y lo más feliz: simplemente soñaba que estaba con mi abuela otra vez, y que ella, con su bata azul celeste, se daba la vuelta y, al verme, se agachaba hasta mi altura para abrazarme. Lo soñaba como ahora lo sigo soñando -hoy se ha muerto- y lo seguiré soñando siempre.

Mi abuela es un hada mágica y azul.

Aquellas mañanas tempranas, transparentes de infancia, atravesando el larguísimo pasillo de la casa de mi abuela. Todos durmiendo todavía. Pero daba igual, porque mi abuela siempre estaba dispuesta a despertarse para acogernos -a mí o a mi hermanito- en su grandísima cama mágica. Mi abuelo también dormía allí, y era el mejor abuelo querido, pero no era mágico como mi abuela.

Mi abuela era mágica y hacía magia de hada querida.

Mi abuela abría todas las puertas gracias a su sonrisa especial. Y todo era fácil y bello al lado de mi abuela y nos llevaba en coche y conducía con elegancia y compraba con elegancia y saludaba con elegancia.

Era una abuela joven y guapa y esbelta y bien vestida y chic. Que nadaba y jugaba a la pelota. Era una abuela Jackie Kennedy si Jackie Kennedy además de haber sido elegante y divina hubiera sido también buena y cariñosa.

“¿A quién quiero yo más que a nadie?” te decía. “¿Quién te quiere más que nadie?” te decía.

“Te quiero mucho…” te decía, para que tú completaras: “Como la trucha al trucho!!!”.

Te bajabas del barco, y la veías a lo lejos, recién bajada de su coche chulo en el que venía a esperarnos, y ella te veía también y abría sus brazos, y tú abrías los tuyos, y sólo podías salir corriendo con los brazos abiertos, disparado a por ella, a arrojarte a su abrazo de abuela querida hada mágica.

“Coscas-colas” decía, en vez de “coca-colas”; todos tenemos que tener algún defecto y ella, aunque era mágicamente perfecta, tenía este. Supongo que no se le puede pedir a alguien que ha nacido en 1927 y que fue una de las primeras mujeres con coche en su ciudad que además de todo encima sepa hacer bien el plural de la coca-cola.

Así que coscas-colas, y petis-suis de fresa, y chocolate nestlé con un gran vaso de leche en cada tableta, y mil y una golosinas que las madres y los padres no dejan comer pero que las abuelas mágicas sí. Y además hacía tartas de manzana, y tartas mágicamente borrachas, y te llevaba con ella a la compra y todo el mundo la saludaba con fruición -porque claro, ¿quién se privaría de saludar a un hada?-.

Siempre me acordaré -¿será también lo último que recuerde un día en mi propio lecho de muerte?- de aquella mañana vivida y luego soñada y ahora recordada a través de los velos traslúcidos de esos sueños y resueños, aquella mañana en que me desperté como tantas otras para ir a despertar a mi abuela el hada, pero ella esta vez ya estaba levantada y ya se había puesto su bata azul que tenía almohadillas en la tela. Azul celeste, almohadillas en forma de rombos. Así que cuando fui a buscarla, allí estaba ella, saliendo mágicamente de una puerta, la luz de cristal de la mañana temprana detrás de ella, su brillo de hada multiplicado por la luz todo alrededor, el celeste mágico de su bata fundido con la mañana clara, y me dice, “¿Ya te has despertado mi niño?” y me lanzo a las faldas de su bata de hada azul y me rodea con sus brazos de hada querida, hada azul, mi abuela.

Ensalada de judías blancas con atún

Esto es una versión de la típica ensalada de patatas que se me ha ocurrido para encajar en la Dieta GG (¡ja, ja!) y, sobre todo, para aumentar nuestro consumo de legumbres. Probada en confinamiento, que para mí no deja mucho tiempo para la cocina.

Ingredientes: 1 bote de judías blancas cocidas, 1 cebolleta grandecita, 2 latas de atún en aceite de oliva de las pequeñas, 2 huevos duros, un paquetito de aceitunas verdes, mejor sin hueso

Modo de hacerlo: Se enjuagan las judías blancas para quitarles el sabor que les da la conserva. Se pican todos los demás ingredientes y se añaden. Se aliña con bastante aceite, bastante vinagre, y sal.

Se enfría en la nevera, aunque es mejor hacerlo el día anterior, porque todo toma sabor.

Salmón con brócoli

Después de una revisión de recetas en internet y una sugerencia de Matías (¡sí, sí, de Matías!), probada en confinamiento, el 19 de abril de 2020.

Ingredientes: salmón en trozos, brócoli, salsa de soja, ajo, jengibre fresco, guindilla o guindilla picada (sudani), aceite de girasol, poca sal. Es opcional añadir fideos de arroz.

Modo de hacerlo: Se corta el salmón en trocitos gorditos y se le quitan las espinas (yo lo he hecho con unas pinzas). Se pone en adobo con la soja, el jengibre y el ajo picadito, y sudani o el picante que se tenga.

El brócoli se corta en ramilletes y se pone a cocer, puede ser al vapor.

Si se van a añadir fideos de arroz hay que ponerlos en remojo 5 mn en agua caliente, escurrirlos y tenerlos listos para añadirlos.

Justo cuando se vaya a servir se termina el plato. Se puede hacer en un wok o en una sartén antiadherente. Se pone el aceite de girasol y cuando está suficientemente caliente se añaden primero los trozos de salmón, para que se sellen. A continuación se añade el brócoli y se mezcla todo bien, para que tome los sabores.

Si se van a añadir fideos es el momento, y se dan unas vueltas para que todo se empape de sabores. Si viésemos que falta se puede añadir un poco de salsa de soja.

Presentación

Ahora que el Coronavirus y el confinamiento nos han sumido en el aburrimiento al mismo tiempo que han despertado las ganas de ver a quienes no veíamos hace tiempo y de hablar con primos y amigas a veces casi olvidados, he pensado compartir lo que llevo algún tiempo escribiendo, una historia de mi familia desde que llegó a Marruecos, hace ya más de un siglo.

Es una historia sentimental, y así quiero que la entendáis. Es mi forma de recordar y de contar, con las limitaciones que ello supone.

Intentaré publicar en mi página web un capítulo cada dos o tres días.


Va dedicado a mi madre, a mi padre, en general a quienes ya no están y cuya presencia echamos de menos.

Quizás con la muerte de mi madre …

Tetuán, 1 de enero de 2020

Quizás con la muerte de mi madre han desaparecido todos los hijos -sobre todo hijas- de aquellas jóvenes o niñas que en 1909 vinieron desde León hasta Marruecos en una loca aventura organizada por su padre, el abuelo Vicente; para quienes quedamos, en realidad, nuestro bisabuelo.
Él fue el artífice de la presencia de la familia en Marruecos, de la que ya no queda nadie en este país, pero desde el que hoy yo (sin duda la más apegada) empiezo a escribir esta historia a petición de un amigo que se ha quedado enganchado cuando he esbozado el principio de la misma: “Mi abuela llegó en 1909 a Marruecos, concretamente a Nador. Era una niña de nueve años y venía con sus padres, sus hermanas y un hermano pequeño, y un rebaño de ovejas, porque su padre había pensado que en Marruecos faltaba carne”. Hace años habría dicho que era un aventurero, pero hoy me doy cuenta de que, en realidad, era un emprendedor.

Si nos paramos a pensarlo en 1909 ni siquiera había empezado el “protectorado”. Pero ya existía en la zona de Nador una colonia española, alrededor de la explotación de las minas cuya concesión había conseguido una empresa española.
Lo más sorprendente de este principio de la historia familiar en Marruecos es lo que nos han contado siempre sobre lo que lo provocó. Los abuelos, Vicente y Matea, vivían en Rodiezmo, un pueblo al norte de León, uno de los últimos antes de cruzar el Puerto Pajares y entrar en Asturias. Allí el abuelo se dedicaba al comercio y también tenía ovejas merinas. Y las merinas son la causa de todo. Parece ser que un invierno el abuelo decidió acompañar a los pastores y las merinas hasta Extremadura, donde iban a pasar los meses más fríos en busca de pastos. Y estando en Extremadura, el abuelo pensó en “acercarse” a Marruecos, pues había oído hablar de lo que pasaba allí. A mí, cuando de pequeña y me contaban esta historia me parecía normal. Pero hoy en día, cuando lo pienso, a principios del siglo 20 “acercarse” desde Extremadura hasta la zona de Melilla y Nador debía ser un viaje considerable.
Pero bueno, parece ser que el abuelo Vicente realizó ese viaje y volvió a León entusiasmado ante las oportunidades de negocio que allí vio. Intentó convencer a su mujer de que el futuro de la familia estaba en Marruecos. Pero la abuela no lo veía así. Tenían una situación desahogada, una buena casa, y no vislumbraba los motivos por los que debía abandonarlo todo para trasladarse con sus cinco hijas y su hijo pequeño hasta un lugar desconocido y, probablemente, peligroso. Así que se negó. Pero el abuelo Vicente amenazó entonces con irse sin ella pero llevándose a la hija mayor, Agustina, que ya tenía 15 o 16 años, suponemos que para que cuidara de él.
A la abuela Matea aquello debió parecerle aún peor y flaqueó, aceptando la que sin duda era una aventura bastante loca.

De este modo en 1909 toda la familia Álvarez Portal emprendió viaje desde el norte de León hasta Marruecos, acompañada por un rebaño de ovejas merinas. Bueno, no sabemos si todo el viaje lo hicieron juntos, pero sí que en el barco que les llevó a Nador iban la familia y las ovejas merinas. A mí me encantaría ver aquel viaje por una mirilla.
Creo que en aquel barco ocurrió también un hecho que tuvo gran importancia para el futuro: Agustina, la hija mayor, que para entonces ya tenía 16 años, conoció a un joven, quizás militar, del que se enamoró perdidamente, y con el que acabo casándose, aunque no sé en qué momento.

De la vida de la familia en Nador no sé nada. Puede pensarse que, quizás, entonces las diferencias no eran muchas entre un pueblo de España y otro de Marruecos, pero si tenemos en cuenta que en Marruecos no había carreteras, no había puentes, no había ferrocarril, quizás la apreciación sea un poco precipitada. También hay que considerar que la llegada de la familia a Nador coincidió con lo que se conoce como la guerra de África o la guerra de Melilla, por eso es aún más curioso que no nos contaran nada sobre aquella etapa.

Capítulo 2

¡Cuántas preguntas surgen en cuanto empiezas a poner en papel los recuerdos propios y ajenos! ¿Qué pasaba en Nador, qué había allí en aquel momento para que el abuelo considerase que “faltaba carne” y que era un buen negocio llevarla hasta allí? Recordé una pequeña novela leída hace unos años, El vengador del Rif, de Fernando Marías, que me descubrió la presencia española en Marruecos antes del “protectorado”, la presencia, digamos, organizada.

También volví a buscar en internet al hijo pequeño de los abuelos, el único varón, cuyo nombre, Manuel Álvarez Portal, ya había encontrado en alguna ocasión anterior. Esta vez caí sobre una necrológica en el El Socialista Español de 27 de junio de 1947, periódico publicado en París. Se destacaba la muerte del periodista de «la tuberculosis contraída en la vida azarosa y miserable que han llevado los refugiados españoles en Francia» tras su huida al final de la guerra civil.

No recordaba este hecho, no sabía dónde había muerto ni cuándo, aunque sí sabía que había muerto joven. El “tío Manolo” siempre había sido una figura remota. Había sido periodista, había sido rojo (como gran parte de la familia), se había exilado a Francia, había muerto joven. Pero también había sido el niño mimado de la abuela Matea y recuerdo a mi madre contando lo que le habían contado: la emoción de su abuela cuando su marido llegó a casa diciendo que había pagado la redención de su hijo para que no fuese a la guerra. Sería la guerra del Rif, de la que suponemos algo sabrían en Tetuán, aunque tampoco fue nunca un tema del que se hablase en casa.

Volviendo a la línea original de este relato, estábamos en Nador, donde había desembarcado toda la familia junto a las merinas y en donde debieron vivir dos o tres años, porque la siguiente etapa del relato que yo conozco es que la familia llegó a Tetuán en 1912, quizás acompañando a las tropas españolas que tomaron (más o menos pacíficamente, no lo sé) la ciudad. Mi abuela, que para entonces ya tenía 12 años, siempre contaba que por las noches se cerraban las puertas de la muralla, pues entonces toda la ciudad de Tetuán cabía dentro de la muralla, que seguía en uso. Y también contaba que la ciudad era bombardeada “desde el monte de enfrente”.

Sólo existía por lo tanto lo que hoy conocemos como la medina qadima, la ciudad antigua, y allí se instalaron los españoles que llegaron, que no serían muchísimos pero sí suficientes. ¿Qué pasó?, ¿cómo se acomodaron? ¿Se expulsó a parte de la población de sus casas?, ¿se les obligó a albergar a los españoles que llegaban? Tampoco de esto he tenido nunca noticia.

Sí sé que la familia vivió entrando por Bab Tut, lo que los españoles dieron en llamar “Puerta de Tánger” si no me equivoco. Y que enfrente, al salir por esa puerta, el abuelo tenía un terreno, y en él un establo, donde dormían las merinas. De allí fueron evacuados (el abuelo y sus merinas) para construir el dispensario, edificio que todavía existe, con la misma arquitectura “neo-árabe” del Ensanche, aunque con el nombre más actual de “Centro urbano de salud”.

El dispensario de Bab Tut

Las merinas estaban presentes en las historias de mi abuela. En particular señalaba como uno de sus placeres infantiles el beber la leche caliente directamente de las ubres de las ovejas, metiéndose debajo.

Capítulo 3

En Tetuán vivieron los abuelos con sus hijas (su hijo siempre estuvo menos presente en las historias que se contaban). Las hermanas se fueron casando. La primera, Agustina, que se casó enseguida con aquel chico que había conocido en el barco en el que llegaron a Nador. Mi hermano Sergio cree recordar que el traslado de la familia de Nador a Tetuán fue para alejar a Agustina de aquel pretendiente.

Con razón pero sin éxito. Fue un matrimonio desastroso. Lo que yo sé: que el marido era un mujeriego, que le contagió la sífilis; que tuvieron una hija que murió al poco tiempo; que el marido la abandonó. O quizás no fuera así, quizás fue ella la que se separó no pudiendo soportar la mala vida que le daba. No sé si esos eufemismos escondían que su marido le pegaba, pero nunca oí hablar de semejante cosa.

Contaba mi madre que la tía Agustina había sido muy guapa, la más guapa de todas las hermanas, y que ésa había sido su perdición. Mi madre sentía debilidad por ella. Quizás porque fue una mujer desgraciada pero buena. Se quedó sin marido y sin hija, enferma. La operaron mal y le desfiguraron la cara. Cogió la tuberculosis y acabó sus días sola, en una portería en Málaga, porque al salir del sanatorio el médico le dijo a mi madre que, a pesar de que ya estaba curada, era un peligro que la trajese a vivir con nosotros.

Agustina Alvarez Portal
Agustina

En Tetuán se casó Pilar, la segunda de las hijas. Creo que su marido era militar, sí, sí, músico militar, ahora lo recuerdo. Los recién casados fueron de viaje de novios a Madrid. Eran ya los años 20 y Pilar volvió con una melenita corta a la moda de entonces. Cuando la abuela Matea la vio con el pelo corto le dijo “¿Cómo te has cortado el pelo sin mi permiso?” y le dio una bofetada. Intervino el marido: “Señora, es que ahora el que tiene que dar permiso soy yo”. Y así quedó zanjada la cosa. Y las siguientes hijas en casarse volvieron todas de su viaje de novios con una melenita corta. “¡Ya sé que yo ya no cuento para nada!” decía llorosa la abuela Matea, acostumbrada a mandar.

Felisa, la tercera hija, también se casó con un militar: Guillermo Maroto. De éste sí he oído hablar mucho, porque siempre hemos tenido más contacto con “las Maroto”.

Julia Alvarez Portal
Julia

Y mi abuela Julia también se casó, a pesar de ser coja, muy coja, a pesar de tener sólo una pierna útil y de no poder andar sin una muleta, se casó con un hombre alto y apuesto, Fernando Pastor. Contaba que iban un día cogidos del brazo por la calle y que oyeron detrás a una mujer que le decía a su amiga: “Mira, una coja que se ha casado (entonces no se iba del brazo de un hombre si no era tu marido), vamos a verle la cara que seguro que es muy guapa” y los adelantaron para mirarle la cara. Y, en efecto, era muy guapa. Pero no creo que fuese el principal atractivo que había cautivado a su marido pues mi abuela tenía una conversación muy interesante y hasta el final de sus días, a los 100 años, tuvo un nutrido club de fans, toda una serie de personas de más o menos edad -pero ya para entonces necesariamente mucho más jóvenes- que venían a casa a charlar con ella un rato.

Rosario

Por fin, supongo, se casaría Rosario. En este caso su marido era telegrafista. El tío Canencia le llamaban en la familia, aunque Canencia era sólo su segundo apellido.