Antes de seguir adelante siento la necesidad de hacer una pequeña aclaración (mientras las calles de Tetuán se vuelven a llenar de gente).
Como habéis visto, gran parte de lo que llevo contado hasta ahora se desarrolla en Marruecos pero marroquíes de verdad no ha salido aún ninguno. No he dejado de darme cuenta de ello a medida que avanzaba, pero como se trata de contar lo que fue, así era en gran medida la vida en Tetuán y Tánger (y en el resto de Marruecos, por supuesto), dos sociedades paralelas, la de los marroquíes y la de los europeos, que de hecho vivían casi completamente separados, aunque no lo impusiese la ley.
Es cierto que me he dejado alguna anécdota en la que podía haber aparecido un marroquí, parte de los conserjes de la empresa Torres Quevedo eran marroquíes, también el conserje del colegio de mi madre, o una señora que trabajó en casa de mis abuelos y que tenía debilidad por mi tío Federico. Casi siempre ocupaban puestos subalternos, aunque en Torres Quevedo también trabajó algún marroquí en puestos de oficina, tras aprobar una oposición con el número uno. Pero era la excepción, el contacto cotidiano era poco, muy poco, sobre todo para quienes vivían en el Ensanche de Tetuán, digamos que el barrio construido por los españoles y habitado por ellos.

Por el contrario, los hebreos de Tetuán (nunca oí la palabra judío para referirse a esa comunidad), igualmente población propia de Marruecos para quien no lo sepa, inmediatamente se mezclaron con los españoles recién llegados y se “mimetizaron”, hasta el punto de que cuando yo era pequeña creía que los hebreos eran parte de los españoles que habían llegado con el “protectorado”.
Aquella separación radical poco a poco fue cambiando, más en mi familia que en otras familias de origen español. Mi padre enseguida entabló relación de igual a igual con algunos marroquíes y así, ya en 1958, recién alcanzada la independencia, organizó con un compañero marroquí la primera huelga de Tetuán, en el seno de la famosa empresa Torres Quevedo (lo que, por cierto, le valió el fin de aquella brillante carrera que le había llevado de peón a jefe de planeamiento en pocos años).
Y a lo largo de toda su vida, hasta su muerte en 2002, tuvo una multitud de amigos marroquíes, se integró hasta el punto de que para la sociedad tetuaní era ya uno de los suyos. La mejor expresión de ello fue el comentario que le hizo un amigo marroquí en medio de una boda y rodeado de otros marroquíes emigrados a la ciudad: «Manolo, ya no conocemos a nadie», atrincherándose con mi padre en su condición compartida de tetuaníes auténticos.
Mi padre no murió en Tetuán sino en Granada, en el hospital, porque los médicos, siempre cobardes para anunciar el fin próximo, no nos advirtieron de que se iba a morir. En otro caso, sin duda, habríamos vuelto con él a Tetuán. Es mejor morir en tu tierra y rodeado de tu gente.
Ignacio, me pedías que escribiese algo sobre mi padre y su inserción en la sociedad marroquí.
Poco a poco irá saliendo, pues aunque él se definía siempre como asturiano era también tetuaní hasta la médula.