Pero no todo eran recuerdos felices, porque en mi familia en particular, la guerra fue terrible. El mismo 18 de julio, a las nueve menos cinco de la mañana, detuvieron a mi abuelo Fernando cuando iba camino de su trabajo. Veinte días después, el 9 de agosto, lo mataron en una saca que hicieron los falangistas.
Su pecado fue ser socialista y masón, haber participado activamente en la campaña de las elecciones de febrero del 36, haber organizado campamentos de verano para los niños pobres.
A partir de ese día, la vida feliz de mi madre y sus tres hermanos terminó. No sólo se quedaron sin padre, también se quedaron sin sustento. Era una familia de clase media, que vivía del sueldo del padre y, por lo tanto, se quedaron sin nada. Para mi abuela, fue perder al marido del que estaba tan enamorada, pero también quedarse con cuatro hijos pequeños y sin forma de alimentarlos. Para mi madre fue salir de la infancia de golpe, con nueve años. Fue además perder a un padre que todo el mundo recordaba como encantador, amoroso, juguetón, divertido.
A partir de aquí las historias cambian, a las penurias de la familia venía a sumarse el racionamiento propio de un país en guerra. El trocito de pan a que tenía derecho cada miembro de la familia. Y mi abuela que no sabía qué hacer, si racionárselo ella también a sus hijos, un pellizco en el desayuno, otro en la comida, otro en la cena. O dárselo por la mañana, y que cada uno se lo administrara cómo entendiese.
Mi madre se convirtió, con nueve años, en el apoyo de mi abuela. Apoyo en el sentido físico, pues cuando salían a la calle mi abuela, con su única pierna válida y su muleta, necesitaba agarrarse a su hija para poder andar. Apoyo, porque era la que iba a comprar, y la que a menudo tenía que pedir fiado. Apoyo porque, cuando no podían más, era la que iba a casa de Doña Lola, a pedirle dinero prestado.

Ya en mi adolescencia, un día como tantos otros en que acompañaba a mi madre a la plaza, ella se quejó de que Hamadi, su frutero habitual, le había hecho alguna trastadilla, le había metido alguna naranja mala, o algo así. Era un soniquete que yo venía oyendo desde mi infancia, “¡Ay Hamadi!, mira las naranjas que me ha puesto”, o cosas así. Yo, con mi radicalidad adolescente le dije “Es que no sé por qué le sigues comprando, si siempre te engaña”. Y mi madre contestó, con lágrimas en los ojos, “Porque cuando yo tenía nueve años y no tenía dinero él me fio muchas veces”.
Sí Milagros, este capítulo es muy triste, refleja la cruel realidad que tu familia tuvo que vivir, y nada menos que al comienzo de la maldita guerra civil.
Menuda valentía tuvieron que tener tu abuela y tu madre para sacar adelante a toda la familia.
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