Capítulo 25

Federico y Merche se casaron en 1966. ¡El 15 de agosto en Madrid!

A pesar de que yo sólo tenía siete años y de que venía del continente africano durante años no quise volver. Me hablaban de ir a Madrid y siempre decía, aún con mi vocecita de niña, “¡No, no, a Madrid no!”. Era por el calor. El calor que pasamos está todavía hoy en mi memoria y es que en Marruecos, aunque a muchos les extrañe, no en todas partes y siempre hace calor.

Fuimos a la boda del tío Federico, y ya sólo el viaje fue una odisea, aunque creo que en aquellas épocas todos los viajes lo eran. Yo tenía siete años y mi hermano Sergio dos. Viajamos en tren, reservaron para la familia un compartimento con literas en el que íbamos mi abuela, mi madre, mi tía Julia, Sergio y yo. Mi padre se quedó en Tetuán para acudir más tarde, justo para la boda, él nunca tenía tiempo de tomarse unas vacaciones de verdad.

Uno de los ferrys que hacían la travesía Ceuta-Algeciras

Recuerdo vagamente el puerto de Ceuta, subir al barco, gente despidiéndonos. En aquella época no viajábamos tanto como en años posteriores, y aunque yo ya había estado varias veces en la Península, y por lo tanto había cogido varias veces el barco, es quizás el primer recuerdo que conservo. Fue como un acontecimiento, había gente que había venido a acompañarnos, seguramente mi padre y algún amigo con el coche. Y también recuerdo que al puerto se acercó un amigo del tío Federico a entregarnos un regalo de boda.

El viaje en tren estaba pensado para ser agradable. Teníamos las literas para dormir más o menos cómodamente y como el compartimento era sólo para nosotras podríamos hasta ponernos el camisón o el pijama. Algún recuerdo guardo en la retina de estar subida en una litera y desde allí ver a toda la familia repartida en las demás. Debió ser emocionante, yo sólo tenía siete años.

Pero recuerdo sobre todo el día siguiente. Ya era hora de llegar a Madrid, ya estábamos levantadas, aseadas, desayunadas, llevábamos muchas horas en aquel compartimento. Pero, como era habitual en aquella época, el tren iba con retraso y se hizo muy largo el tiempo hasta que por fin, con varias horas de retraso, llegamos a nuestro destino, Madrid.

No fue el único incidente del viaje. También ocurrió algo con el equipaje, pero que no descubrimos en el momento sino días después. Mi abuela había metido en la maleta su buena tijera de modista (un tesoro, que teníamos prohibido tocar). Quizás ella misma había hecho el traje de madrina que debía llevar mi tía Julia, un conjunto precioso de encaje rojo que aún conservo. El caso es que por una razón u otra necesitó la tijera. Y no la encontró. Pensaron que se había quedado en Tetuán. Otro día no encontraron el café que habían llevado para el tío Rodolfo, que tanto echaba de menos las cosas que se comían en Marruecos. Y así fueron echando en falta alguna cosa más, por ejemplo la máquina de fotos, hasta que se dieron cuenta de que en realidad les faltaban muchas cosas, digamos todas las “impersonales”, incluido el juego de café que, como regalo para Federico, les habían entregado en el puerto de Ceuta.

Fueron a la Renfe y se quejaron, sin éxito. Y se enteraron por alguien de que el sistema de facturación de equipajes, que incluía ponerle a las maletas unos flejes metálicos como garantía, era en realidad un timo: abrían las maletas y luego les ponían flejes nuevos.

Aún recuerdo las conversaciones airadas de mi madre y mi tía comentando la cuestión. Fue una gran decepción para mi familia descubrir que en España no se podía confiar ni en la Renfe.

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