Comencé contando la historia de las hermanas Álvarez llegando a Marruecos pero, ya que estamos, contemos la historia de la otra parte de la familia, la de mi abuelo materno, Fernando Pastor. Ésta no desmerece a una novela de Galdós.
Mi abuelo Fernando llegó a Tetuán a principio de los años veinte, para hacer el servicio militar, allí conoció a mi abuela y por ella se quedó en la ciudad. Lo cierto es que no tenía dónde volver, pues a pesar de su juventud, hacía años que había roto con su familia.
Poco a poco, un detalle por aquí otro por allá, fuimos reconstruyendo la historia, que era un poco escabrosa, de ésas que no se cuentan. Mi abuelo era de Madrid, había nacido en el año 1901. Provenía de una familia burguesa, pero con diecisiete años se había ido de casa. ¿Por qué?
Porque después de la muerte prematura de su madre su padre se había casado con la criada. A mí me sonaba raro, aquel rechazo por su parte a ese matrimonio desigual no encajaba con el hombre progresista que había sido. Pero poco a poco nos enteramos de que en realidad su padre había mantenido una relación con la criada en vida de su mujer, y que la criada “tampoco era muy de fiar”, que tuvo un primer hijo con su marido y un segundo que tenía toda la cara del marido de la hermana de su marido (ya dije que era un folletín). En definitiva, que asqueado por aquella situación el abuelo Fernando se fue de casa de su padre con diecisiete años.
Sabemos que acabó en Barcelona, y que allí trabajó en un taller de coches. Debían ser los últimos años de la década de los diez. A Tetuán llegó para hacer el servicio militar, en el año veinte o veintiuno. Para entonces ya debía tener un conocimiento suficiente de la mecánica de los coches porque lo adscribieron al parque automovilístico del ejército.

Y el folletín seguía. Al cabo de unos años, su padre, un bohemio frustrado, un mujeriego, se arruinó totalmente y, abandonando a su segunda mujer y a su hijo (pues “al menos el primero lo era”, decía mi madre), apareció en Tetuán, en busca del cobijo de su hijo Fernando, que para entonces era ya un hombre adulto, casado, y con buenas relaciones en la ciudad.
Y efectivamente su hijo le consiguió un trabajo en un distribuidor de vinos, que era su ramo, en donde el abuelo Mauricio seguramente cumplía mejor que nadie su papel, pues según contaba mi madre (su nieta), al conocimiento de los alcoholes unía la prestancia y la elegancia de quien había sido un rico heredero y había conservado el cuidado exquisito por su atuendo a pesar de vivir realquilado en una pequeña habitación.
Mauricio Pastor se llamaba. Había sido el único hijo varón de una familia burguesa, dueña de un importante negocio de vinos, proveedores de la Casa Real. A pesar de sus aspiraciones bohemias (creo que quiso ser pintor), como único hijo varón se vio obligado a hacerse cargo de un negocio que no le atraía nada. Quizás como parte del “sentar la cabeza” se casó. Milagros España se llamaba su mujer, de ella hemos heredado el nombre primero mi madre y luego yo.

Sé que fue un matrimonio desdichado, al menos para la mujer. Sé que mi abuelo le reprochaba a su padre no tanto que se hubiese casado con la criada, sino que en vida de su madre la hubiese engañado con la criada y, en general, que fuese un mujeriego.
En realidad, al abuelo Mauricio, como le llamaba mi madre, todo aquello del negocio y el matrimonio le sobraba, y con el tiempo consiguió arruinar un negocio que había sido floreciente durante varias generaciones, y tirar por la borda su vida de familia.