Capítulo 16

Pero volvamos a Suiza, por la que hemos pasado demasiado deprisa.

Todo empezó con la tía Lola, que de joven, cuando vivía en Tánger, decidió meterse a monja. Creo que ocho años después se salió. Se había hecho monja por convencimiento y por convencimiento lo dejó. No encontró dentro lo que consideraba debía ser una vida de sacrificio y entrega a los demás.

Lola cuando era monja y su prima Milagros Pastor (mi madre, para evitar confusiones)

Al salir del convento no debió sentirse a gusto en una España en la que todavía era bastante inusual que una monja abandonase los hábitos. Supongo que por esa razón decidiría irse fuera. Sabía francés y era enfermera, enfermera de quirófano, el caso es que se fue a Suiza, a trabajar en el Hôpital Cantonal de Ginebra, un hospital de muchísimo renombre en el que encontró su sitio.

No sé cuánto tiempo llevaba en Suiza cuando convenció a su prima, la tía Julia, de que allí había buenas oportunidades. El caso es que a principios del año 63 Julia y su amiga Elisina se fueron a trabajar ellas también al Hôpital Cantonal, en su caso como auxiliares, puesto que no tenían formación específica.

Quizás fue simple espíritu de aventura o la expectativa de un buen sueldo lo que las impulsó, no fue la necesidad porque las dos tenían en Tetuán un trabajo aceptable, Elisina era maestra y daba clase en el colegio de las monjas, y la tía Julia trabajaba en la famosa empresa Torres Quevedo de teléfonos. Es cierto que los sueldos eran muy bajos, pero les daría para una vida aceptable puesto que vivían con sus familias, como era entonces lo normal para cualquier chica soltera.

El caso es que emprendieron el viaje. Para la tía Julia Suiza fue una mezcla de enamoramiento, de admiración, y de rechazo. En realidad creo que sentía una admiración que no vio correspondida. El trabajo de auxiliar en un hospital era duro entonces como lo es ahora, había a veces mal ambiente hacia las inmigrantes como ellas, vivían realquiladas en una habitación, etc. Es decir, la dura vida de la emigración.

Pero al mismo tiempo la tía Julia hablaba de la absoluta urbanidad de los suizos: los coches descapotables aparcados en la calle con todo el equipaje al alcance de la mano de cualquiera, los paquetes dejados a la puerta de las casas si no se encontraba a los destinatarios, los paraguas que también se dejaban habitualmente en el exterior de las casas para no mojar dentro, etc. Todo esto la fascinaba, hablaba con verdadera admiración de todo ello.

Pero no fue bastante para que se encontrasen a gusto en aquel país, lejos de la familia. Y por eso, antes de acabar el año, con la excusa de que llegaba la navidad y de que iba a nacer mi hermano Sergio, al final de ese mismo 63 Elisina y Julia volvieron desde Suiza a Tetuán.

Además, en Suiza no había playa

Y la tía Julia volvió cargada de adornos para el árbol de navidad. No tengo recuerdo de aquello, pero viendo cómo fueron en otras navidades las ferias de regalos (aunque fuesen pequeños detalles) organizadas por la tía Julia me puedo imaginar el desembalaje de cajas y más cajas que debió ser aquella vuelta desde Suiza. Tengo la certeza de que fueron cajas y cajas, porque aunque las bolas se rompieron, esas mismas cajas que vinieron de Suiza hace casi sesenta años siguen aún estando en nuestra casa de Tetuán (una casa en la que no se tira nada), guardando ahora otras bolas más modernas y menos delicadas.

La tía Julia volvió, pero Lola se quedó allí y allí organizó definitivamente su vida. Siempre he tenido la sensación de que la tía Lola encontró en Suiza su sitio, digamos que en parte era suiza antes de llegar al país, tan ordenada, tan racional. Con la simpatía “en plus” que diríamos.

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