Pero las mejores anécdotas de la casa Parrés son las de tiempos anteriores: las pilas de lavar que había en la azotea, donde se encontraban y charlaban las vecinas; las canciones de mi madre mientras estaba en la cocina, que se oían por el patio y tenían mucho éxito; las noches en vela de una modista para terminar el vestido de comunión de su hija; la señora mayor que vivía en el bajo, que con su muy mal genio protestaba a todas las vecinas, hoy por esto mañana por lo otro; tantas y tantas historias que le he oído contar a mi madre y a mi tía.
Pero quizás las más llamativas tenían que ver con el Barrio de las Latas, un barrio de chabolas que se había montado en aquel extremo del Ensanche, y que empezaba justo enfrente de la casa Parrés. La abuela Matea, seguramente aquejada de Alzheimer cuando tal nombre no se conocía, en cuanto podía se escapaba de la vigilancia de su hija (mi abuela) y lanzaba discursos desde el balcón, con gran éxito de público entre toda la chiquillería del Barrio de las Latas, que le aplaudía, para su regocijo, hasta que alguien conseguía volver a meterla para adentro.
De aquella casa Parrés nacieron muchas amistades tan fuertes que parecían familia. Con una hija de Vicen, Elisina, se fue la tía Julia a Suiza. Fue en el año 63, en enero. Trabajaron en el Hôpital Cantonal de Ginebra, pero no les debió gustar mucho pues estaban de vuelta antes de acabar el año, para las navidades.
Mi tía Julia volvió con un auténtico cargamento de bolas para el árbol de navidad, algo que era todavía desconocido en España y que a ella le fascinó en Suiza. Y a partir de aquel año se instauró en casa la tradición de poner el árbol de navidad además del belén. Sigo recordando la preparación de todo ello como una aventura que, bajo la dirección de la tía Julia, duraba varios días, mientras recogíamos piedras, arena y musgo y comprábamos algún complemento imprescindible para el resultado final.
También en la casa Parrés vivían Braulia y los suyos, una familia con una composición atípica nacida de la desgracia, un niño al que se le murió la madre al nacer y el padre poco después, y al que sus primos mayores acogieron como si de un hijo se tratase. Paquito pasaba muchos ratos en mi casa, de pequeñito porque en la nuestra daba el sol que faltaba en la suya, de un poco más mayor porque en casa le daban todos los mimos y porque jugaba con nuestra perrita Falina.
Falina era la perra de mi tía Julia, se la habían encontrado abandonada o perdida en la calle y como nadie la reclamó se quedó en casa. Mi tía tuvo que convencer a su madre, pero en realidad fue la zalamería de la perra la que logró conquistar a mi abuela, normalmente tan poco dada a ese tipo de caprichos.

También en el bajo de la casa Parrés había una tienda de comestibles que yo recuerdo como salida de un pasado más profundo, con un mostrador de madera gastado al que estaba atornillado un aparato inservible que siempre despertó mi curiosidad. “La tienda de Ana” si no recuerdo mal. Cuando en España se produjo el desastre del aceite de colza me enteré de que también en Marruecos había ocurrido algo parecido años antes, y que a consecuencia de aquello se había prohibido la venta de aceite a granel. Y como resto de ese pasado estaba allí aquella máquina que a mí tanto me había llamado la atención de pequeña.

Para remate de la larga historia de la familia en la casa Parrés, cuando ya no vivíamos allí, a finales de los 60, fue en ese mismo piso teatro de tantas historias donde mi tía Julia abrió el primer salón de belleza de Tetuán. “Julia” rezaban los tarjetones que le imprimió mi padre, en una operación de “marketing” desconocida para la época.
Fue un éxito. Se convirtió en la cita obligada para todas las señoras “bien” de las tres religiones: cristianas, musulmanas y hebreas, todas ellas acudían sin falta a ese templo de la modernidad en que se convirtió el «Salón Julia».
Aquellas casas de vecindad, la forma mas humana de relacionarse, siempre se podía contar con los demás cuando ere necesario.
Las casas de vecinos, las pensiones, los realquilados, como tú decías son escenarios que parecen salidos de las películas. Pero, es al revés, son las películas las que copian la realidad.