Pero me adelanto. Volvamos al resto de la familia.
De la tía Pilar, hermana de mi abuela, una por lo tanto de las “Álvarez Portal” con las que inicié este relato, sé poco. Cuando éramos pequeños, en los 60, vivía en Madrid. Había tenido, creo, cuatro hijos, que también vivían en Madrid. A todos ellos los vimos alguna vez que fuimos allí de visita, por ejemplo en el año 66 cuando se casó el tío Federico. Pero fuera de eso mi hermano Sergio y yo ya tuvimos poco contacto con esa parte de la familia.
Con la familia de la tía Rosario, la más pequeña de las «Álvarez Portal», siempre tuvimos más trato y sé algo más de sus peripecias. Creo que vivían en Madrid al comenzar la guerra y creo recordar, pero muy vagamente, que salieron de Madrid acompañando al gobierno de la República porque el tío Canencia, el marido de la tía Rosario, trabajaba como telegrafista del gobierno. Y creo también que con el gobierno de la República salieron de España. Sí sé con certeza que estuvieron exiliados en Francia, donde lo pasaron muy mal, como la mayor parte de los españoles refugiados. Sé que, además de su hija Piti tenían un hijo que murió, aunque no sé cuándo ni dónde.

El caso es que en algún momento volvieron a España y se instalaron en Madrid, donde nosotros las conocimos, a Rosario y a Piti, porque para entonces el tío Canencia había muerto.
Como ya he dicho, de quienes tengo más datos es de la tía Felisa y su familia. Después de Ceuta se trasladaron a Lisboa, donde el tío Guillermo había sido nombrado agregado militar de la embajada. Era un puesto muy bueno en un país que no había pasado una guerra y en el que no había racionamiento. Fue una época feliz. Lamentablemente terminó pronto porque el tío Guillermo murió, de repente o después de una enfermedad corta.
La tía Felisa decidió volver a Madrid, con muchos niños y una paga de viudedad que no sería mala pero tampoco daría para tanto. Montó una pensión. Las películas de la época pueden darnos una idea de lo que era una pensión en los años cuarenta. Ésta era sin duda del género divertido. Siendo todavía una niña mi tía Julia pasó allí alguna temporada, acogida como siempre por su tía, y lo recordaba con verdadera delicia. En particular las ocasiones en que ella y su prima Carmen se «convertían» en dos viajeras, instaladas por unos días en una habitación de huéspedes que no estaba ocupada (la tía Felisa siempre tan complaciente), y en la que simulaban un ir y venir de mujeres de mundo.
Esta pensión de Madrid fue sólo uno de los muchos negocios que tuvo la tía Felisa, todos ellos con no demasiado éxito, aunque en todas partes dejó un magnífico recuerdo: tuvo una pensión en Ronda; algo, quizás una chocolatería, en Estepona y probablemente algún otro negocio más porque creo recordar que también vivieron en el pueblo de Casares.

Cuando yo la conocí, ya con muchos años pero todavía derecha como una vela, había montado un pequeño negocio de collares. Hacía collares y y más collares con unas perlitas de colores que compraba en Tetuán. Tendría por entonces más de 65 años y una posición económica desahogada. Pero los collares de perlitas se habían convertido en su pasión. Lo que empezó siendo un hobby pasó a ser una ocupación a tiempo completo y la tía Felisa estaba noche y día haciendo collares. Y no es una forma de hablar, recuerdo en una de sus visitas despertarme de madrugada y verla sentada en la cama de al lado ensartando perlitas.
Una vez se llevó de Tetuán una caja llena de esas cuentas diminutas que usaba para los collares. De regreso a España, en la aduana de Algeciras no la dejaron pasar. “Señora, ¡pero si esto es importación!” le dijo el guardia civil. A las siete de una tarde de invierno llamaron a la puerta y allí estaba la tía Felisa con su caja de perlitas. Mi padre le tramitó en el consulado un permiso de importación para que pudiese entrar en España con la “mercancía”. Fue uno de esos trámites engorrosos para algo que, en realidad, tenía poco valor, y por eso la despidió diciéndole “Tía, cuando llegues a Algeciras, si en la aduana no te dejan pasar, tiras las perlitas al mar. Luego, si quieres, te vienes”.
Lo de los abalorios y collares de perlitas me recuerda a la gente que ahora le da por colorear mandalas para relajarse, meditar, evadirse, etc. Se ve que tu tía abuela era más lista (o lo necesitaba) porque además le sacaba rentabilidad.
La imagen de despertarte temprano y verla dale que dale con las perlitas, en la cama, me encanta. Y que emprendedora!
Estoy disfrutando mucho con tus historias. Que no pare!
La abuela Felisa… Genio y figura.
Aunque yo tenía siete u ocho años cuando murió la tía Felisa, para mí siempre ha sido una persona especial.