Torres Quevedo estuvo siempre presente en nuestra infancia, a pesar de que mi madre y mi padre la habían dejado años antes. Pero cuántas anécdotas, cuántas amistades habían surgido de aquellos años en una empresa en la que trabajaba mucha gente, mucha gente joven, chicos y chicas.
Esas historias eran como un retrato sociológico de la España de posguerra, porque aunque estuviesen en Marruecos, a esos efectos como a tanto otros Tetuán era prácticamente como una ciudad española cualquiera.
Mis padres se casaron en marzo del cincuenta y ocho, días antes o días después se casaron también muchas compañeras de Torres Quevedo. Todas al mismo tiempo, siempre lo contaban.
La razón fue la desaparición de la «dote», algo que desde hoy es difícil comprender. En Torres Quevedo, como empresa pública, al igual que en la administración, durante el franquismo las mujeres tenían que abandonar el trabajo al casarse, eso por imperativo legal. Torres Quevedo les ofrecía una cantidad de dinero en concepto de dote, nada de indemnización por despido ni ningún otro derecho, sólo una concesión graciosa. Corrió la voz de que iban a eliminar la dote y por eso tantas empleadas se casaron a la vez.
Serían casi todos casos como el de mis padres que creo estuvieron ocho años de novios. No era fácil casarse, había que ahorrar, pero no para pagar el banquete ni mucho menos –un simple desayuno en casa ofrecido a un círculo pequeño-, sino porque había que comprar el ajuar necesario para instalar una casa, pues luego el sueldo (ya sólo uno) no daba más que para vivir al día.
Mi madre siempre contó que ella abandonó el trabajo gustosamente, porque llevaba trabajando quince años, y es cierto que a mí me parecía un ama de casa feliz, pero ahora pienso que quizás había por debajo alguna insatisfacción.
Volviendo a Torres Quevedo, la empresa cerró en el año 66 o 67, al recuperar el Estado marroquí el control sobre el servicio telefónico. Muchas de las personas que allí trabajaban fueron absorbidas por Telefónica y se trasladaron a España.
Mi tía Julia, que por entonces era ya la única de la familia que seguía en la empresa, fue destinada a Barcelona. Había entrado en Torres Quevedo como telefonista, pero enseguida la automatización de una parte del servicio telefónico había reducido la necesidad de telefonistas, por lo que había pasado a trabajar en el servicio de contabilidad. Sin embargo, cuando la destinaron a Barcelona fue recuperando su categoría original y contaba que la central telefónica era allí una locura, que no daban abasto. Era el estrés en el trabajo cuando aún no se conocía el concepto.
Nosotros, cuando viajábamos a España siempre nos encontrábamos con gente que había trabajado en Torres Quevedo, incluso por la calle. Sergio y yo nos mirábamos con aire de entendidos, y nos adelantábamos diciendo “de Torres Quevedo” antes de que lo dijeran nuestros padres.
En particular recuerdo ir de viaje a Madrid y acudir al edificio que tenía la Telefónica en la Gran Vía, ése que luego he sabido que era un icono de la arquitectura y al que ahora en nuestras visitas a Madrid vamos a ver alguna exposición. Mi madre pedía en la puerta que avisasen a alguna antigua compañera, que bajaba a vernos. A su vez llamaba a otra: “¡Baja, que está aquí Milagritos con sus niños!”, y al final, mi hermano y yo nos veíamos rodeados de un montón de señoras que nos daban muchos besos. Esto es lo que yo recuerdo del que fue el primer rascacielos de España.

Me imagino, Milagros, que la empresa Torres Quevedo es como un icono familiar.
Al igual que vuestra madre en esa empresa, la nuestra también dejó de trabajar en el Instituto Nacional de Previsión (INP) en Jaén, cuando se casó el 25 del 5 de 1955. Pero ella se reincorporó en Granada en 1978. Que conste que esta última fecha la recuerdo porque la tengo apuntada. Yo no tengo la memoria que tú tienes.
Efectivamente, era la misma historia. Y Primy siempre consideró que la posibilidad de volver a trabajar fue una gran oportunidad para ella, que cambió esos años de su vida.