En Tetuán vivieron los abuelos con sus hijas (su hijo siempre estuvo menos presente en las historias que se contaban). Las hermanas se fueron casando. La primera, Agustina, que se casó enseguida con aquel chico que había conocido en el barco en el que llegaron a Nador. Mi hermano Sergio cree recordar que el traslado de la familia de Nador a Tetuán fue para alejar a Agustina de aquel pretendiente.
Con razón pero sin éxito. Fue un matrimonio desastroso. Lo que yo sé: que el marido era un mujeriego, que le contagió la sífilis; que tuvieron una hija que murió al poco tiempo; que el marido la abandonó. O quizás no fuera así, quizás fue ella la que se separó no pudiendo soportar la mala vida que le daba. No sé si esos eufemismos escondían que su marido le pegaba, pero nunca oí hablar de semejante cosa.
Contaba mi madre que la tía Agustina había sido muy guapa, la más guapa de todas las hermanas, y que ésa había sido su perdición. Mi madre sentía debilidad por ella. Quizás porque fue una mujer desgraciada pero buena. Se quedó sin marido y sin hija, enferma. La operaron mal y le desfiguraron la cara. Cogió la tuberculosis y acabó sus días sola, en una portería en Málaga, porque al salir del sanatorio el médico le dijo a mi madre que, a pesar de que ya estaba curada, era un peligro que la trajese a vivir con nosotros.

En Tetuán se casó Pilar, la segunda de las hijas. Creo que su marido era militar, sí, sí, músico militar, ahora lo recuerdo. Los recién casados fueron de viaje de novios a Madrid. Eran ya los años 20 y Pilar volvió con una melenita corta a la moda de entonces. Cuando la abuela Matea la vio con el pelo corto le dijo “¿Cómo te has cortado el pelo sin mi permiso?” y le dio una bofetada. Intervino el marido: “Señora, es que ahora el que tiene que dar permiso soy yo”. Y así quedó zanjada la cosa. Y las siguientes hijas en casarse volvieron todas de su viaje de novios con una melenita corta. “¡Ya sé que yo ya no cuento para nada!” decía llorosa la abuela Matea, acostumbrada a mandar.
Felisa, la tercera hija, también se casó con un militar: Guillermo Maroto. De éste sí he oído hablar mucho, porque siempre hemos tenido más contacto con “las Maroto”.

Y mi abuela Julia también se casó, a pesar de ser coja, muy coja, a pesar de tener sólo una pierna útil y de no poder andar sin una muleta, se casó con un hombre alto y apuesto, Fernando Pastor. Contaba que iban un día cogidos del brazo por la calle y que oyeron detrás a una mujer que le decía a su amiga: “Mira, una coja que se ha casado (entonces no se iba del brazo de un hombre si no era tu marido), vamos a verle la cara que seguro que es muy guapa” y los adelantaron para mirarle la cara. Y, en efecto, era muy guapa. Pero no creo que fuese el principal atractivo que había cautivado a su marido pues mi abuela tenía una conversación muy interesante y hasta el final de sus días, a los 100 años, tuvo un nutrido club de fans, toda una serie de personas de más o menos edad -pero ya para entonces necesariamente mucho más jóvenes- que venían a casa a charlar con ella un rato.

Por fin, supongo, se casaría Rosario. En este caso su marido era telegrafista. El tío Canencia le llamaban en la familia, aunque Canencia era sólo su segundo apellido.
Intereresante Milagritos, el mismo fluir de la vida con sus grandezas y miserias.
Recuperar la memoria de nuestros antepasados es documentar una historia de la que formamos parte.
Muy interesante. Creo que ya era hora de que reconstruyeras estos recuerdos de cuyas anécdotas hemos disfrutado a lo largo de nuestra amistad.
Esperamos nuevos capítulos. Animo. Un beso.
Me gusta mucho la idea que has tenido y lo que escribes.
Un beso, María